martes, 31 de agosto de 2010

BARTLEBY (XII) - Herman Melville

Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?

-Nunca más.

-¿Y por qué razón?

-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.

Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.

Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.

-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?

-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.

Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.

-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.

Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.

Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:

-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.

-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.

-Pero usted debe irse.

Silencio.

Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.

-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.

Pero ni se movió.

-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:

-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.

No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.

lunes, 30 de agosto de 2010

BARTLEBY (XI) - Herman Melville

La mañana siguiente llegó.

-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.

Silencio.

-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.

Con esto, se me acercó silenciosamente.

-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?

-Preferiría no hacerlo.

-¿Quiere contarme algo de usted?

-Preferiría no hacerlo.

-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.

-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.

Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.

De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:

-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?

-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.

-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.

-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.

No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.

Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.

-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.

-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.

-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.

-¿Qué palabra, señor?

-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.

-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.

-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera...

-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.

-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.

Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.

domingo, 29 de agosto de 2010

BARTLEBY (X) - Herman Melville

Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!

Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.

No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.

Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.

Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.

sábado, 28 de agosto de 2010

BARTLEBY (IX) - Herman Melville

¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.

Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.

Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajoso deshabillé.

Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.

La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.

Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .

Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!

viernes, 27 de agosto de 2010

BARTLEBY (VIII) - Herman Melville

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.

-Preferiría no hacerlo.

-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?

Silencio.

Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:

-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?

Hay que recordar que era de tarde.

Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.

-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!

Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.

-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?

-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.

-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.

-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?

-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.

Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.

-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.

-Preferiría no hacerlo.

-¿No quiere ir?

-Lo preferiría así.

Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?

-¡Bartleby!

Silencio.

-¡Bartleby! -más fuerte.

Silencio.

-¡Bartleby! -vociferé.

Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.

-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.

-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.

-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.

jueves, 26 de agosto de 2010

BARTLEBY (VII) - Herman Melville

El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.

-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?

-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.

-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.

No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.

Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.

Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.

Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.

Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.

miércoles, 25 de agosto de 2010

BARTLEBY (VI) - Herman Melville

Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.

-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.

Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.

-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.

-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.

-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.

Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.

-¿Por qué rehúsa?

-Preferiría no hacerlo.

Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.

-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!

-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.

-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.

No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.

-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?

-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.

-Nippers. ¿Qué piensa de esto?

-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.

martes, 24 de agosto de 2010

BARTLEBY (V) - Herman Melville

Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.

Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.

Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.

Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.

En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:

-Preferiría no hacerlo.

Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.

-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.

-Preferiría no hacerlo -dijo.

Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.

Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.

lunes, 23 de agosto de 2010

BARTLEBY (IV) - Herman Melville

Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.

Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:

-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.

Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.

Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.

domingo, 22 de agosto de 2010

BARTLEBY (III) - Herman Melville

Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.

Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.

sábado, 21 de agosto de 2010

BARTLEBY (II) - Herman Melville

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.

-¿Y los borrones? -insinué yo.

-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.

viernes, 20 de agosto de 2010

BARTLEBY (I) - Herman Melville

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.

Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

jueves, 19 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (y V) - Boris Vian (1949)

3
Al cabo de un tiempo, la radio anuncio que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día.
Como la amenaza era de consideración, se celebro gran consejo. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipo, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos.

miércoles, 18 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (IV) - Boris Vian (1949)

A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado...Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo.

Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le intereso detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo se componía de cinco palmitos.

¡Roma!- se limito a farfullar-. Quo vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tou! ¡Las orgías! ¡Oh!

Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejores puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.

Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, opto por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos números más allá, la repostería.

De repente topo con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapo un grito.

¡No empuje!- le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.
Esto....yo... ¿No pensara que...?- dijo Orvert
Y giro a la izquierda para salvar el obstáculo.
Segundo choque.
¿Que le pasa a este?- se intereso una segunda voz de hombre.
¡A la cola, como todo el mundo!
Siguió un estallido de carcajadas.
¿Como?- acertó a decir Orvert.
Esta claro- explico una tercera voz-. Seguro que viene en busca de Nelly.
Así es- balbuceo Orvert
Está bien, pues póngase a la cola- prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.
Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.
Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.
Tomo por la primera a la izquierda. Una mujer venia, precisamente, en sentido contrario.
Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.
Perdón- dijo Orvert
La culpa es mía- respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.
¿Puedo ayudarla a levantarse?- se ofreció Orvert-. Esta usted sola ¿no es así?
¿Y usted?- pregunto ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?
¿Seguro que es usted una mujer?- continúo Orvert.
Compruébelo usted mismo- le contesto ella.

Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.
¿Donde encontrar un lugar tranquilo?- pregunto Orvert.
En el centro de la calzada- dijo la mujer.
Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.
La deseo- dijo Orvert.
Y yo a usted- dijo la mujer-. Mi nombre es...
Orvert la cortó.
Me da lo mismo- dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.
Proceda- le animo la mujer.
Naturalmente- constato Latuile- va usted sin ropa alguna.
Igual que usted- respondió ella.
Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.
No tenemos ninguna prisa- prosiguió la mujer- Comience por los pies y vaya subiendo.
A Orvert le extraño la proposición. Se lo dijo.

De tal manera, podrá ser consciente de todo- exclamo la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.

Habla usted muy bien- dijo Orvert.
Leo siempre Les Temps Modernes- informo la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciación sexual.
Cosa que Latuile no se privo de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la practica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.
Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.

martes, 17 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (III) - Boris Vian (1949)

Orvert salio muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzo el oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por todas partes.

Un poco aturdido, se adentro algunos pasos en la calzada. Sus oídos no estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía un algo extraviado. De repente se percato de que estaba pensando en voz alta.

¡Dios mío!- decía-. ¡Una niebla afrodisíaca!

Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además por una especie de generalizado y silencioso envenenamiento, para constatar que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres imprevistos.

¡Caramba!- dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.

Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa camino a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entro en ella para procurarse un panecillo.

Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.

Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintió como se le erizaban los cabellos en la cabeza.

¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras- estaba diciendo aquella- tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!
Pero señora...- protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle- pero señora...
¡Y usted es el que toca el órgano de tubos!- exclamo la panadera.
El señor Curepipe se enfado.
¡Ya le enseñare yo a reírse de mi órgano!- dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante esta estaba Latuile, a quien el choque corto la respiración.
¡El siguiente!- ladro la panadera.
Quisiera un pan...- dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estomago.
¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile!- vocifero la expendedora.
No, no...- gimió Orvert-. Apenas un panecillo...
¡Grosero!- le espeto la tahonera.
Quien dirigiéndose a su marido, dijo a continuación:
¡Oye, Lucien, ocúpate de este! ¡Así aprenderá lo que es bueno!

Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.

Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.

¡En fin, caramba!- refunfuñaba Orvert en la acera-. ¿Que pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, que? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera...!

lunes, 16 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (II) - Boris Vian (1949)

2
Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas. Como saliese de una cogorza de las buenas, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho mas que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los parpados cerrados. Con mano torpe, busco el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo solo lo esclareció hasta cierto punto.

Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor Orvert Latuile, reflexiono, se rasco el ombligo y noto, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño. Pero al amparo de aquella caligine caída sobre todas las cosas como el manto de Noe sobre Noe, como la miseria sobre el mísero mundo, como el velo de Tanit sobre Salambo o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada.

Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y estos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.

Dios mío- dijo para si-, que cosa extraña esta calina. Reflexión sin gran originalidad que le salvo del ditirambo, del simple entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.

Bajo hasta casa de la portera- se dijo- dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.

Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de la existencia de cualquier caligine opaca, incluso si es tan tupida como para nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.

Me la saco- dijo Orvert- y bajo como si nada.

En efecto, se la saco y bajo como si nada. Por primera vez en su vida advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisiseo del vigésimo segundo y el abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.

Se cruzo con alguien que subía aplastándose contra la pared.
¿Quien va?- dijo, deteniéndose.
¡Lerond!- respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.
Buenos días- dijo Overt- Aquí Latuile.

Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.

Perdone- dijo-, pero no se ve nada, y esta neblina es endiabladamente calurosa.
Cierto- asintió Orvert.

Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que el.

Bueno, hasta la vista- dijo Lerond.
Hasta la vista- contesto Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.

Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quito, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por que tenia Orvert que continuar a medio vestir? O todo o nada.
Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.
Al llegar al final de la escalera, golpeo con delicadeza en el cristal de la portería.

¡Adelante!- respondió la voz de la portera.
¿Hay cartas para mi?- pregunto Orvert.
¡Oh, señor Latuile!- se desternillo de risa la gruesa mujer- ¡Siempre con sus chascarrillos...! ¿Y que, bien dormido ya...? No quise molestarle, pero tendría que haber visto los primeros días de niebla...Todo el mundo parecía fuera de si. En cambio ahora...Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno...
Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera, Orvert reconoció que se acercaba a él.

Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo- prosiguió ella-. Pero no deja de ser divertida la nieblecita... Casi se podría decir que alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien...Pues bueno, desde hace tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.
Va a adelgazar- observo Orvert.
¡Ja, ja, ja!- cacareo la portera con su risa parecida a un saco de nueces cayendo por la escalera desde el sexto piso-. Compruébelo por si mismo, señor Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están volviendo a poner en su sitio... Compruébelo, compruébelo por sí mismo.
Esto..., yo...- dijo Orvert.
Palpe, palpe, le digo que palpe.

Y cogiendo la mano del sentenciado, la coloco sobre el remate de uno de los melones en cuestión.

¡Asombroso!- constato Latuile.
Y eso que tengo cuarenta y dos años- informo la portera- ¿Eh? ¿Quien lo diría? ¡Ah.. Y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es debido, tienen esa ventaja.
¡Pero por todos los santos!- exclamo Orvert asombrado- ¡Esta usted desnuda...!
¡Claro! ¡Lo mismo que usted!- replico ella.
Cierto- musito Orvert para si-. Brillante idea he tenido.
Han dicho los del arradio- prosiguió la portera- que se trata de un aerosol cafronisiaco.
¡Ah...!- dijo Latuile.

Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría escamotearse.

Escuche, por favor, señora Panuche- le imploro-. No somos animales. Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.
¡Oh, oh!- se limito a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras se servia de las manos con precisión nada mesurada.
¡Está bien!- dijo finalmente Orvert con dignidad-. Arrégleselas como pueda. Yo no quiero saber nada.
Oiga- murmuro la portera sin perder su presencia de ánimo-, el señor Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien tiene que hacerlo todo.
Escuche- le dijo Latuile-. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me falta entrenamiento.
Descuide, le enseñare - aseguro la portera.

A continuación ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noe, de Salambo y el velo de Tanit en la encerrona.

domingo, 15 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (I) - Boris Vian (1949)

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El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca. Parecía, por otra parte, teñida de azul con verdadera intensidad.

Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrileaba a veinticinco centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el numero 22 de la Rue Saint- Braquemart, dejo caer la llave en el momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entre las que se contaba un bebe, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer. Y se pudo encontrar la llave, pero no al bebe que había tomado las de villadiego al amparo del meteoro, impaciente por escapar del biberón, sentar cabeza y conocer los serenos placeres del matrimonio. Mil trescientas sesenta y dos llaves, y catorce perros, se extraviaron de tal manera durante la primera mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se volvieron majaretas y se fueron a cazar. La niebla se hacinaba en cantidades considerables en la parte baja de las calles en pendiente y en las hondonadas. Formaba alargadas flechas y se colaba por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así invadió los túneles del metro, que dejo de funcionar cuando la lechosa marea alcanzo el nivel de los semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de descolgarse y, en el exterior, de rodillas para abajo todo era blanquecina oscuridad.

Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las respectivas habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones mas elevadas. Y si el cimbanillo de la torre fue lo ultimo en desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabo a fin de cuentas por sumergirlo todo.

sábado, 14 de agosto de 2010

EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO (y XIV)

Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento mismo, y no captando los objetos sino en relación a este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento.

No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre —no en el sentido en que Dios es trascendente, sino en el sentido de rebasamiento— y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano.

De acuerdo con estas reflexiones se ve que nada es más injusto que las objeciones que nos hacen. El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente. No busca de ninguna manera hundir al hombre en la desesperación. Pero sí se llama, como los cristianos, desesperación a toda actitud de incredulidad, parte de la desesperación original. El existencialismo no es de este modo un ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiera, esto no cambiaría; he aquí nuestro punto de vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada pueda salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden llamarnos desesperados.
Sartre: El existencialismo es un humanismo. Ediciones del 80, Barcelona.

viernes, 13 de agosto de 2010

EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO (XIII)

De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios demasiado abstractos fracasan para definir la acción. Todavía una vez más tomen el caso de aquel alumno: ¿en nombre de qué, en nombre de qué gran máxima moral piensan ustedes que podría haber decidido con toda tranquilidad de espíritu abandonar a su madre o permanecer al lado de ella? No hay ningún medio de juzgar. El contenido es siempre concreto y, por tanto, imprevisible; hay siempre invención. La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se hace, se hace en nombre de la libertad. Examinemos, por ejemplo, los dos casos siguientes; verán en qué medida se acuerdan y sin embargo se diferencian. Tomemos El molino a orillas del Floss. Encontramos allí una joven, Maggie Tulliver, que encarna el valor de la pasión y que es consciente de ello; está enamorada de un joven, Stephen, que está de novio con otra joven insignificante. Esta Maggie Tulliver, en vez de preferir atolondradamente su propia felicidad, en nombre de la solidaridad humana elige sacrificarse y renunciar al hombre que ama. Por el contrario, la Sanseverina de la Cartuja de Parma, que estima que la pasión constituye el verdadero valor del hombre, declararía que un gran amor merece sacrificios; que hay que preferirlo a la trivialidad de un amor conyugal que uniría a Stephen y a la joven tonta con quien debe casarse; elegiría sacrificar a ésta y realizar su felicidad; y como Stendhal lo muestra, se sacrificará a sí misma en el plano apasionado, si esta vida lo exige. Estamos aquí frente a dos morales estrictamente opuestas: pretendo que son equivalentes; en los dos casos, lo que se ha puesto como fin es la libertad. Y pueden ustedes imaginar dos actitudes rigurosamente parecidas en cuanto a los efectos: una joven, por resignación prefiere renunciar a su amor; otra, por apetito sexual prefiere desconocer las relaciones anteriores del hombre que ama. Estas dos acciones se parecen exteriormente a las que acabamos de describir. Son, sin embargo, enteramente distintas: la actitud de la Sanseverina está mucho más cerca que la de Maggie Tulliver de una rapacidad despreocupada. Así ven ustedes que este segundo reproche es, a la vez, verdadero y falso. Se puede elegir cualquier cosa si es en el plano del libre compromiso.

La tercera objeción es la siguiente: reciben ustedes con una mano lo que dan con la otra: es decir, que en el fondo los valores no son serios, porque los eligen. A eso contesto que me molesta mucho que sea así: pero si he suprimido a Dios padre, es necesario que alguien invente los valores. Hay que tomar las cosas como son. Y, además, decir que nosotros inventamos los valores no significa más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen.

Por esto se ve que hay la posibilidad de crear una comunidad humana. Se me ha reprochado el preguntar si el existencialismo era un humanismo. Se me ha dicho: ha escrito usted en Nausée que los humanistas no tienen razón, se ha burlado de cierto tipo de humanismo; ¿por qué volver otra vez a lo mismo ahora? En realidad, la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos. Por humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior. Hay humanismo en este sentido en Cocteau, por ejemplo, cuando, en su relato Le tour du monde en 80 heures, un personaje dice, porque pasa en avión sobre las montañas: el hombre es asombroso. Esto significa que yo, personalmente, que no he construido los aviones, me beneficiaré con estos inventos particulares, y que podré personalmente, como hombre, considerarme responsable y honrado por los actos particulares de algunos hombres. Esto supone que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de ciertos hombres. Este humanismo es absurdo, porque sólo el perro o el caballo podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos.

Sartre: El existencialismo es un humanismo. Ediciones del 80, Barcelona.

jueves, 12 de agosto de 2010

EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO (XII)

En segundo lugar se nos dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto es verdad en cierta medida, y falso en otra. Es verdadero en el sentido de que, cada vez que el hombre elige su compromiso y su proyecto con toda sinceridad y con toda lucidez, sea cual fuere por lo demás este proyecto, es imposible hacerle preferir otro; es verdadero en el sentido de que no creemos en el progreso; el progreso es un mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que varía y la elección se mantiene siempre una elección en una situación. El problema moral no ha cambiado desde el momento en que se podía elegir entre los esclavistas y los no esclavistas, en el momento de la guerra de Secesión, por ejemplo, hasta el momento presente, en que se puede optar por el M.R.P. o los comunistas.

Pero, sin embargo, se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y éste no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe.

Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe como un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez, los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe. Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores, en el desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos los valores. Esto no significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal. Un hombre que se adhiere a tal o cual sindicato comunista o revolucionario, persigue fines concretos; estos fines implican una voluntad abstracta de libertad; pero esta libertad se quiere en lo concreto. Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. Ciertamente la libertad, como definición del hombre, no depende de los demás, pero en cuanto hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros; no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente la de los otros como fin. En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad total, he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, sino querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos de querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos. Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal. Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros.
Sartre: El existencialismo es un humanismo. Ediciones del 80, Barcelona.